Por Begoña Gómez Urzaiz
En una ocasión le pidieron a Chris Ware que ofreciera consejos a los adolescentes y lo que les dijo sorprenderá muy poco a quienes hayan leído sus cómics: “La felicidad está sobrevalorada”. Será gracias a esa filosofía de vida que consigue que sus personajes transmitan toda la amargura de la experiencia humana teniendo sólo una cara vacía con dos puntos negros por ojos. Personajes sin nombre propio como los que pueblan su último y ambiciosísimo proyecto, Fabricando Historias (Penguin Random House Mondadori).
Está la mujer de la pierna ortopédica, que lamenta no haber concretado en nada sus vagas aspiraciones artísticas; la pareja que ya no puede pretender que se quiere y la casera anciana y derrotada. Todos ellos viven en el barrio de Oak Park de Chicago, en un edificio que es un personaje más y se expesa en textos escritos en cursiva. El ser vivo más feliz de la escalera podría ser Branford, la abeja que ocupa el avispero del tejado. Pero incluso ella, plagada por la neurosis sexual, acaba protagonizando un momento de autoodio y llamándose a sí misma “una criatura impura obsesionada por fertilizar a la Reina”. Spoiler: acaba aplastada.
Lo irónico es que tanta infinita melancolía se presenta en forma de juego, en una caja portátil que incluye un tablero, una especie de recortable, algo similar a un fanzine y varios artefactos más que pueden leerse, o “jugarse”, en cualquier dirección. Ware, autor de algunas de las portadas más memorables del New Yorker, tardó más de una década en completar esto y en el camino sufrió ataques de pánico. El autor, que habla en frases tan intrincadas como sus dibujos, explica cómo consiguió darle a su proyecto más ambicioso la textura de los sueños más perturbadores.
Usted suele describir los cómics como “una forma de arte de clase trabajadora”, pero este libro es enormemente ambicioso. ¿Aún lo ve como “sólo un cómic”?
Desde luego. Espero que sea legible como debería ser cualquier colección de cómics, libros o revistas. A la vez, espero que el tema y el tono, digamos, adulto, muestre respeto a un lector que podría estar acostumbrado con los objetivos de lo que un podría llamar pretenciosamente “ficción contemporánea”. No es mi intención ser difícil, pero sí espero ser complejo, intrincado y con texturas, porque es así como yo experimento la vida.
Ocho de cada diez reseñas comparan Fabricando Historias con el Ulises de Joyce, y aquí no queremos ser menos. ¿Cuál es su relación con esa obra?
Lo que me alucina de Joyce es su capacidad de crear imágenes con lo que se puede escribir caritativamente como páginas y páginas de letras incomprensibles. Uno puede leer un pasaje largo del Ulises y no saber exactamente qué está pasando pero de alguna manera una serie de imágenes y sensaciones acaban depositándose en tu mente. No puedo pensar en ningún otro escritor en la lengua inglesa que logre eso, y todo gracias a una alquimia de fonemas, fragmentos de palabras y sonidos. Es una sinestesia de lo más misterioso, que está casi en los orígenes del lenguaje.
¿Por qué no tienen nombre sus personajes?
La protagonista no tiene nombre porque el libro en sí mismo es una destilación de sus recuerdos, dudas y sueños no conseguidos y me he dado cuenta que en mis propios sueños, yo nunca tengo nombre. Quería darle esa sensación al libro. Además, los nombres pueden determinar lo que piensas de un personaje, pero si se deja esa puerta completamente abierta parece que hay más posibilidad de empatía. En los cómics y en el cine se puede hacer. En las novelas, no. Es difícil tragarse una novela en la que la protagonista principal se llama “la mujer”. Por otra parte, ella no tiene nombre porque cada vez que un ser humano tiene un hijo, esa persona automáticamente recibe un nuevo nombre.
Tardó una década en completar esta obra. ¿Alguna vez perdió la fe, pensó que nunca llegaría a verla acabada?
Cada vez que empezaba una nueva página, estaba seguro de que no llegaría al final o dudaba tanto de la idea general que contemplaba abandonar. Incluso experimenté lo que supongo que era un ataque de pánico llegado un momento, convencido de que todo este asunto era una empresa absurda y una pérdida de tiempo. Me era imposible asumir las metas que me iba marcando. Pero seguí trabajando y supongo que de alguna manera lo terminé. Esa debe ser probablemente la experiencia de todos los escritores. Supongo que tengo que aprender a vivir con la desesperación.
Ha dicho que las casas dan forma a nuestros recuerdos. ¿De qué manera ha sucedido en su propia vida? ¿Qué recuerda, por ejemplo, de la casa de su infancia?
No sé cómo articular esto, pero hay algo en la forma de los lugares en los que hemos vivido que da forma también a nuestros recuerdos, sobre todo en los sueños. Reconozco ciertos espacios, habitaciones y pasillos de mis sueños que provienen sin duda de la casa en la que crecí, aunque los detalles sean completamente distintos. Hay algo de eso en las páginas de los cómics y en los espacios imaginarios que generan en nuestra mente, si el autor es sensible a este tipo de cosas. Creo que nuestra tendencia a los ángulos rectos refleja la estructura, no sólo de nuestra existencia dimensional, sino también de nuestras mentes.
Martes 22 de abril. “El País” (España).
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