En los últimos años de la década de los ochentas, el destacado narrador peruano Alfredo Pita, radicado en París y periodista de una conocida agencia de prensa, tuvo la singular ocasión de entrevistar al gran Hugo Pratt. Posteriormente la entrevista se perdió en los archivos de los periódicos que la publicaron en la época. Después de varios meses de tenaz e incansable búsqueda, fue ardua y dificultosa la labor de recuperarla en los archivos de papel del autor. Hoy la entrevista ha reaparecido y Alfredo, con una extremada generosidad, la comparte con “El lector de historietas” y además, robándole horas al trabajo y al descanso, ha redactado para esta ocasión, una crónica de su inolvidable encuentro con el genial Hugo Pratt. (Gabriel Zárate)
UN DESAYUNO CON HUGO PRATT JUNTO AL SENA
Por Alfredo Pita
A fines de los años 80, el padre de Corto Maltés, el dibujante italiano Hugo Pratt, en las breves temporadas que por entonces pasaba en París solía alojarse en el hotel Esmeralda, en el Barrio Latino, donde trabajaban varios peruanos amigos míos. El Esmeralda era, y es, un hotelito de dos estrellas, vetusto y mal equipado, pero con gran encanto y con una ventaja que le envidian muchos de sus congéneres de categoría tres y cuatro: está situado en la rue Saint Julien le Pauvre, junto al Sena, y casi frente a Notre Dame, lo que da a sus habitaciones superiores una vista invalorable, e inolvidable, hacia un París evocador y sin tiempo.
Uno de los responsables del hotel en esa época era un gran amigo, el escritor serbio Goran Tocilovac, quien por haberse formado en la Universidad de San Marcos, en Lima, y leyendo a nuestros mejores escritores, sólo escribe en el castellano nuestro, por lo que se le asimila con frecuencia a la literatura peruana. Un día de 1988 ó 1989, Goran me previno que Pratt estaba por llegar y yo le pedí que le solicitara en mi nombre una entrevista.
El hombre no tuvo ningún problema en concedérmela. Me citó una mañana, a la hora del desayuno, y en torno a un buen café, al jugo de naranja y a los croissants que nos hizo servir Goran, conversamos un par de horas en el minúsculo comedor del hotel, que debido a su techo o a sus arcos de piedra, bajísimos, más parecía la alacena o sala de armas de algún improbable castillo medieval. Goran nos acompañaba. Pratt era como me lo imaginaba, la persona contenida y afable de la que hablaban las fotos que había visto de él. Parco y a la vez comunicativo, llano y sin énfasis, dispuesto a contarlo todo si su interlocutor le hacía las preguntas correctas.
Desde mi llegada a París para quedarme, a fines de 1983, me encontré con la moda de Corto Maltés (Corto Maltese en italiano y francés). Casi todo el mundo, entre mis conocidos, leía la historieta de culto de Pratt y apreciaba su personaje libertario, hierático en sus conquistas y certero en sus juicios y silencios, así como las precisas inserciones en la Historia, en la grande, que eran sus peripecias.
Corto Maltés era un héroe contemporáneo que venía de un pasado reciente, que nos hablaba desde un anteayer histórico lleno de referencias y detalles que ilustraban, iluminaban, nuestro presente. Viajar con él, acompañarlo en sus aventuras, era enriquecerse en más de un plano. Leí varias de las entregas y vi con satisfacción que el arte de Pratt no sólo se había depurado, sino que seguía contando historias con esa magia que ya me había cautivado en otro tiempo y otra dimensión.
Porque, para mí, Hugo Pratt no era un desconocido, para nada. Niño aún, en mi remota Celendín, en el norte andino peruano, a fines de los años 50, junto con mi primo Jorge Antonio Chávez —como yo gran lector de cuanta novela nos caía en las manos, y también de “chistes”, de historietas—, lo habíamos descubierto en publicaciones argentinas que milagrosamente llegaban hasta nosotros. Poco a poco nos habíamos vuelto fanáticos de sus personajes épicos, entrañables, como el Sargento Kirk, Ernie Pick o Ann y Dan (Ann de la jungla), personajes de acción, parcos, diferentes, que dialogaban usando las palabras precisas, nada más, y que nos sacaban de nuestro consumo semanal de Tarzán, Superman o Batman. Pratt era pues, para mí, un viejo contador de aventuras. Cuando se lo dije, Pratt sonrió con modestia, me miró con curiosidad y me trató con más amistad aún.
Mi objetivo era hacerle una entrevista corta, un diálogo que incluyese alguna novedad y que cupiese en las exiguas dimensiones de un despacho, de un cable. Hablamos de todo, de su infancia en Etiopía, del fascismo italiano en África, de sus años de aprendizaje en Italia y Argentina, de su nueva etapa europea, de su gloria reciente, que él vivía al parecer con modestia. Como buen profesional, y tal vez porque él sabía hacia donde yo iba, me ayudó plenamente en mi objetivo. Yo buscaba una primicia y me la dio. Es así que en mi cable logré incluir un tema que no se había tocado antes, creo, y que era el final de la carrera y vida de Corto Maltés, sus últimos gestos y andares, antes de que el telón se cerrase también para él, como para toda criatura humana.
Ante mi pregunta, Pratt aprobó con una futura nostalgia, tomó un largo trago de café y me respondió. Corto Maltés iba a desaparecer en el torbellino de la Guerra Civil española, enrolado en las Brigadas Internacionales. ¿Así iba a morir?, insistí. Pratt sonrió. Iba a desaparecer, no he hablado de morir: años después alguien lo vio, viejo…, dijo. Así es como consigné en mi breve papel de agencia el fin de las aventuras de un héroe que por entonces gozaba de muy buena salud, estaba en pleno apogeo de su fuerza y parecía prometido a la inmortalidad.
Tanto Goran como yo, en tanto que narradores, aprobamos la salida de escena del aventurero. No estaba mal como final abierto. Hablamos de muchas otras cosas esa mañana, pero lo esencial ya estaba dicho para mí, Nunca he verificado después si, efectivamente, Corto Maltés desapareció en España. O si reapareció, muchos años después, viejo, en América del Sur, en una caleta de pescadores cerca de Valparaíso. Después de la muerte de Pratt no se me dio por acercarme a su personaje. Tal vez por respeto al creador y a sus sueños.
Al final del desayuno, antes de despedirnos, me sentía en tal grado de confianza con ese hombre rotundo y afable, vestido de negro como en algunas de sus fotos más conocidas, que no vacilé mucho antes de pedirle que me firmara dos libros suyos que llevaba conmigo. Uno era para mi primo Jorge Antonio, el pintor que lo admiraba desde niño, y el otro para mi sobrino Sun Sebastián, adolescente que comenzaba a orientarse hacia la pintura y que también lo leía desde hacía un buen tiempo. Si son familiares tuyos, y son pintores, estoy contento, dijo Pratt, riendo. Y más aún si están en el Perú, agregó. Ya fuera del hotel vi que Notre Dame seguía pastoreando sueños, los de Hugo Pratt, los míos, los de la multitud que la rodeaba.
París, 30 de octubre de 2010.