Por Enrique Alcatena
A falta de mejores alternativas, se decidió hacer el intento. Se escogió como conejillo de Indias a uno de los viejos personajes de los ‘40, que en su momento había sido bastante popular, pero modernizándolo radicalmente. Robert Kanigher fue el encargado de escribir el guión, y Carmine Infantino de rediseñar el personaje e ilustrar la historia. Así fue que un nuevo Flash irrumpió, como un rayo rojo y amarillo, en la portada de Showcase # 4. Nadie lo supo entonces, pero la Edad de Plata de los Superhéroes había comenzado.Una crónica detallada de la historia del período en cuestión queda fuera de los marcos de este ensayo. Nos interesa más detenernos en los contenidos y la contribución de los escritores, artistas y editores que pilotearon este renacimiento del superhombre, y que inevitablemente reflejaba las tendencias sociales y culturales de la época. Y DC Comics fue el protagonista indiscutible del momento, al menos, en el lapso que va desde el ‘56 hasta los dos o tres primeros años de la década siguiente, cuando tuvo que empezar a competir con un advenedizo imparable: Marvel Comics. De todos modos, DC se erigió en una verdadera usina de personajes y conceptos que deleitó a toda una generación de niños, e incluso a unos cuantos lectores de más edad que supieron apreciar el ingenio, y muchas veces el talento artesanal, de los que hacían gala muchos de sus relatos.
A Flash siguieron unos nuevos Green Lantern, Atom, Hawkman y la Justice League of America, en las que descollaron artistas y escritores que definieron un “estilo de la casa”: clásico pero aggiornado, pulido y accesible. Lejos habían quedado la estética ruda y los argumentos muchas veces derivados de la serie negra de la Edad de Oro. Los héroes de aquella época se habían debatido en un mundo en guerra, violento y sin orden, que todavía acusaba las cicatrices de la Depresión: fue su tarea incesante batallar contra las fuerzas del Mal (encarnadas por las potencias del Eje) que amenazaban con anonadar el imperio de la Ley, que como no podía ser de otra manera, estaba del lado de los aliados. Otro era ahora el panorama. El baby boom, la bonanza económica, la carrera espacial, a caballo del desarrollo científico, abrían las puertas a las expectativas de un futuro luminoso y optimista. Los nuevos héroes garantizaban la supremacía del orden y el statu quo; las fuerzas del mal se redujeron a excéntricos maleantes obsesionados con algún tema dominante que los individualizara (baste para ilustrar este rasgo pintoresco un paseo por la “galería de villanos” de Flash: Mirror Master, Captain Cold, Heat Wave, the Weather Wizard, the Top, etc.).
Las contiendas entre el paladín y su nefando adversario tenían el encanto de un ballet hábilmente coreografiado, rocambolesco pero nunca sórdido. Al ambiente noir de Gotham City se contrapuso la fantasía urbanística de Central City, donde Flash corría (valga la humorada) sus aventuras. Como escribimos en un artículo sobre el modernista y refinado arte de Carmine Infantino, se trataba de “una metrópolis de anchas avenidas, serenos parques y delgados rascacielos allá lejos, sobre el horizonte, más allá de infinitas explanadas, una luminosa y armoniosa utopía a la Frank Lloyd Wright o al estilo de la Brasilia de Oscar Niemeyer” (Alcatena, 2007: 17-18).
Es interesante también, para ilustrar las diferencias entre las Edades de Oro y Plata, el tratamiento que recibió el nuevo avatar de Green Lantern. El personaje original de los ‘40 empleaba para combatir al crimen un anillo que cargaba en una misteriosa linterna de origen mágico; su encarnación de 1959 era, sugestivamente, agente de una fuerza policial intergaláctica cuyo anillo derivaba su energía de una “batería de poder”, producto de una avanzada tecnología extraterrestre. No era casual que Julius Schwartz, responsable también del relanzamiento del Gladiador Esmeralda, fuera un ínclito fan de la ciencia-ficción. Pero, a tono con la época, no era su interpretación de la misma pesimista y apocalíptica, sino una imbuida por la fe en el progreso basado en un nuevo Iluminismo científico.
¿Y qué podemos decir de los adalides paradigmáticos de la compañía? Es habitual, entre los puristas seguidores del Hombre Murciélago, denostar el giro que las andanzas del vigilante creado por el controvertido Bob Kane (que las firmaba, pero rara vez las dibujaba; de hecho, durante décadas éstas habían sido realizadas por una legión de dibujantes fantasma, como Jerry Robinson, Dick Sprang, Sheldon Moldoff, etc., cuyos nombres no aparecieron nunca en los créditos). Amenazas interplanetarias, monstruos, villanos cada vez más estrambóticos, transformaciones rayanas en el absurdo (Batman cebra, Batman infante, Batman genio de la lámpara, etc.), Ace el Batiperro, Bat-Mite, el duende interdimensional... Es entendible que los fieles a la imagen original del personaje, típico justiciero de la pulp-fiction, renieguen de esta suerte de lúdico descontrol que parecía haber poseído a los responsables de la publicación.
Hasta llegó hablarse de cancelar todos los títulos de Batman (cosa difícil de creer hoy en día), pero entonces llegó Schwartz, el editor estrella, a reemplazar al desorientado Jack Schiff, y encargó a su dibujante estrella, Infantino, repetir el milagro que había conseguido con Flash; el “New Look” de 1964 puso fin al delirio y, al devolver al Caballero Oscuro su índole detectivesca, impidió que zozobrara en la ignominia. Como Infantino no podía hacerse cargo del dibujo de todos los números, Kane (mejor dicho, su equipo) tuvo que seguir, con dudosos resultados, el estilo del artista favorito de Schwartz. A pesar de todo, confesamos sin vergüenza una admiración profunda por aquellas historias disparatadas de la era Schiff, por su profusa y casi surrealista inventiva, signos también de la época.
El caso de Superman es diferente. En nuestra opinión, las mejores historias del Hombre de Acero, las que establecieron el canon del personaje, fueron realizadas en esta época. Y hablar de la apoteosis de Superman en esos años es hablar, inevitablemente, de su editor, el inefable Mort Weisinger. Es verdad que contó con escritores de fuste como Otto Binder, el mismo Jerry Siegel, Leo Dorfman y Edmond Hamilton, entre otros, y artistas de la talla de Wayne Boring, Kurt Schaffenberger y Curt Swan (para muchos, EL dibujante de Superman), pero siempre fue la suya la mente directriz , suya la visión que compendiaba la labor de su equipo.
Tiránico, iracundo, pendenciero y arrogante, según sus detractores, pero también apasionado y totalmente comprometido con su labor editorial, Weisinger brindó al superhombre enseña de DC Comics una mitología compleja y fascinante, un fastuoso contexto épico e intimista a la vez, una constelación de personajes secundarios y conceptos imaginativos, que nadie pudo jamás igualar. Reveló una dimensión trágica y paradójicamente humana de Superman hasta entonces muy poco explotada al hacer hincapié en su esencial orfandad: el recuerdo del destruido e irrecuperable Kryptón, que nuestro héroe añora en vano, y su abnegada dedicación como protector de su planeta adoptivo. El agridulce, muchas veces melancólico, tono de esos relatos era irresistible