miércoles, 26 de junio de 2013

Entrevista a Gilbert Shelton invitado al Salón Internacional del Cómic de Barcelona 2013


“Con el peyote descubrí que todos los colores tienen su propia personalidad”

Por Julio Soria

El pelo, blanco y largo, desciende por la nuca y se precipita sobre el cuello de una chaqueta color beis que hace juego con un sombrero de corte clásico. El gusto por la cerveza le ha procurado una hermosa barriga, disimulada en cierto modo por una altura que se alza hasta el metro ochentaytantos y le confiere un aspecto venerable. Mira de frente, con unos ojos entre azules y verdes que no paran de moverse, como si quisieran atrapar todos los detalles que rodean la estancia. En esas abre la boca y suena una voz cascada, quejumbrosa: “Hola, soy Gilbert Shelton”.

Más allá de la pura cortesía, el gesto denota otra cualidad muy interesante: Shelton (Houston, 1940) es un tipo normal, incapaz de arrogarse una importancia más que merecida. No en vano, este dibujante es una de las figuras más representativas del cómic underground estadounidense, contemporáneo de Robert Crumb, Kim Deitch, Victor Moscoso o Spain Rodriguez, y responsable de tres obras que le han convertido en un mito del humor gamberro: El Superserdo, Los fabulosos Freak Brothers y El Gato de Fat Freddy, todas ellas editadas en España por La Cúpula.

En la actualidad, Shelton vive en París junto a su esposa, la representante Lora Fountain, y sigue trabajando en el que es su último título hasta la fecha, Not quite dead, realizado junto al historietista francés Denis Lelièvre “Pic”. Entre dibujo y dibujo, el artista siempre aprovecha para escaparse a eventos comiqueros como el Salón de Barcelona, donde mantuvo esta breve charla con DOZE Magazine.  

Te veo cansado.

Gilbert Shelton: Un poco (en español), pero es más fácil que trabajar. Se parece bastante a una fiesta: charlar con viejos amigos, beber un montón de cervezas… Por supuesto, luego te toca ir a una sesión de firmas, pero los aficionados me siguen pidiendo los mismos dibujos de siempre, esos que podría hacer con los ojos cerrados en mitad de una habitación a oscuras. Ni siquiera me hace falta pensar. De cuando en cuando, alguien me pide una cosa diferente y eso sí me supone un reto, algo difícil de llevar cabo.

Entonces, ¿aún te gusta acudir como invitado a los salones de cómic?

Me encanta visitar nuevos lugares… y también algunos que ya conozco (risas). Venir a Barcelona siempre es un placer. Viví aquí en 1980 y 1981, concretamente en La Floresta y en Mira-Sol, dos distritos de Sant Cugat del Vallés. En esa época dibujé mucho en El Víbora, la revista dirigida por José María Berenguer, donde también coincidí con grandes autores como Gallardo, Max o Nazario.

¿Cómo recuerdas la Barcelona en la que viviste?

No sé muy bien la forma en que ha cambiado la ciudad, porque no la he podido visitar con calma desde los Juegos Olímpicos, cuando le dieron aquel lavado de cara tan profundo. En todo caso, mis recuerdos de Barcelona son muy divertidos; Berenguer me llevó una vez a un bar de Las Ramblas donde se servía absenta, pero no sabría decirte si era absenta de verdad, porque a esas alturas de la noche ya estaba bastante borracho. Era la primera vez que oía hablar de la absenta, una droga psicodélica que, por cierto, todavía era ilegal en aquella época. También recuerdo el Barrio Chino, donde estaban los travestis. No era capaz de saber si eran hombres o mujeres hasta que se me acercaban y me decían (pone voz muy grave): “Hola guapo, ¿quieres pasar un buen rato?”.

¿A qué te dedicas en la actualidad?

Me levanto a mediodía y trabajo un rato en el nuevo número de Not quite dead, el cómic que hago desde hace unos años con Pic. Cuando me aburro de París, me voy con mi mujer a una bonita casa que tenemos en la Borgoña rural, y allí suelo dibujar en el jardín. Pero lo que me gusta de verdad es no hacer nada, ‘il dolce far niente’, como dicen en Italia. Por desgracia, los dibujantes no suelen retirarse, sino que trabajan hasta el día de su muerte.

En una entrevista realizada en 2010 aseguraste que tus manos habían empezado a fallarte.

Si te fijas en mis últimos trabajos, no es difícil apreciar el temblor de mis manos. Está ahí y es algo irrefutable. Pero el dibujo nunca me ha parecido algo demasiado importante; de hecho, creo que mis tebeos han gustado a la gente por las historias que contaban. Y hay muchos más ejemplos: piensa en Peanuts, donde los dibujos no son interesantes en absoluto. Es un cómic que te atrapa por los diálogos, casi siempre muy divertidos. Es verdad que esa brillantez decayó con el paso del tiempo, pero es una tira fantástica. La conocí con doce o trece años y recuerdo que solía hacer dibujos para mis amigos en donde copiaba los personajes de Schulz. También me encantaban los trabajos que hizo Carl Barks para el Pato Donald y el Tío Gilito, con historias absolutamente delirantes.

Las tiras de cómic eran como una 'performance' de teatro experimental, una ilusión óptica que te lo decía todo recurriendo a las mínimas palabras posibles. En ese sentido, creo que las novelas gráficas no son más que una jugarreta, porque a la mayoría les sobra la mitad del texto. Además, casi siempre están formadas por un montón de historias cortas, así que el concepto de “novela” me parece un poco atrevido. Pero bueno, en el fondo me da un poco lo mismo, porque tampoco leo muchas novelas gráficas.

¿No te interesan?

He leído algunas que me parecían divertidas, pero poca cosa. Me he quedado desfasado y ahora sólo leo Fluide Glacial, porque me ayuda a aprender francés, y cualquier cosa que publique Robert Crumb, que sigue siendo un tío interesantísimo y muy sui géneris. Soy un poquito más viejo que él, así que tengo la enorme suerte de poder decir que hubo una época en la que yo fui mejor dibujante que Crumb; concretamente, durante los tres años que pasaron entre mi nacimiento y el suyo (risas).

Crumb es un artista tan maravilloso como compulsivo, porque dibuja todo el tiempo, ya sea en el autobús, en el tren o mientras cena con su familia. Se ha pasado toda la vida haciendo lo mismo y eso le ha permitido desarrollar un vocabulario visual que no tiene parangón. Podría dibujar cualquier cosa de memoria, algo que para mí resultaría prácticamente imposible. Eso sí, pídeme que te dibuje un Cadillac de 1959 y te lo hago sin problemas; ahora odio los coches, pero durante años fui un gran aficionado y devoraba cualquier revista que cayera en mis manos. Siempre he sentido debilidad por los coches clásicos de la década de los cincuenta, que me resultaban muy divertidos. En esa época, todas las marcas sacaban un modelo nuevo cada año, normalmente alrededor de noviembre, y yo los conocía todos.

Parece que hables con cierta nostalgia de esos tiempos.

Me encanta la música de los años cincuenta: el rhythm & blues, el rock ‘n’ roll, el bebop… Incluso el pop me resultaba atractivo. Si me pongo, seguro que puedo recordar las letras de muchísimas canciones que solía escuchar con doce, trece o catorce años. Stranger in Paradise siempre fue una de mis favoritas, y me sorprendí mucho cuando me contaron que la melodía había sido compuesta ochenta años antes por Aleksandr Borodín. Puedes hacerte una idea: a mediados de los cincuenta, los rusos no estaban muy bien considerados en Estados Unidos, y para un chaval de quince años era difícil asimilar que una música tan bella pudiera haber salido de un país que mucha gente pintaba como la guarida del Diablo (risas).

Después de casi treinta años viviendo en Francia, ¿todavía no has aprendido el idioma?

No demasiado bien, la verdad. Por fortuna tengo a mi esposa, que es agente literaria y lo habla de corrido. Ella es la que se encarga de todos mis negocios, mientras que yo me dedico a dibujar monigotes. No tengo muy claro a qué puede deberse, pero las mujeres, por norma general, son mejores que los hombres a la hora de aprender idiomas. Y si ya hablamos de hombres estadounidenses, apaga y vámonos. Puedo leer en francés, español y catalán, pero cuando me hablan sólo entiendo palabras sueltas; tengo un buen vocabulario, pero me cuesta mucho encontrarle el sentido a las frases.

El cómic underground surgió a mediados y finales de la década de los sesenta, una época muy convulsa en Estados Unidos. ¿Consideras que aquellas historietas eran hijas de su tiempo?

Algo había, pero tampoco te creas que estábamos todo el día pensando en Vietnam o en el Movimiento por los derechos civiles. La mayoría de dibujantes underground éramos de izquierdas y vivíamos en San Francisco, una ciudad muy progresista, mientras que los de derechas solían trabajar para Marvel y DC (risas). En cuanto a la izquierda, se podría decir que había dos facciones: por un lado estaban los hippies, que eran apolíticos, y por otro la gente más comprometida y que participaba en movimientos a favor de la libertad de expresión o en contra de la guerra. Crumb, por ejemplo, era una especie de hippy de pelo largo que de vez en cuando tonteaba con el LSD y la marihuana. Ahora, en cambio, ni siquiera bebe alcohol.

Si me preguntas, te diré que mis simpatías se inclinan hacia la izquierda, pero ya no sé muy bien qué significa eso, porque en mi país, por ejemplo, ya no existe la izquierda, sólo el centro-derecha, la derecha y la extrema derecha. De todas formas, no me gusta mucho hablar de política, porque tengo la impresión de que sólo digo cosas muy absurdas e inocentes.

Pues hablemos de drogas, que siempre han tenido un papel destacado en tus historietas.

En la universidad probé unas cuantas veces el LSD, que aún era legal. Además, Texas tiene frontera con México y de vez en cuando alguno de mis amigos conseguía peyote. Esas fueron mis puertas de entrada a las drogas alucinógenas. La experiencia con el peyote era realmente divertida, porque primero te ponías malísimo, luego vomitabas y, finalmente, mirabas tu vómito mientras decías: “¡Anda, cuantos colorines!”.

Nunca necesité drogas para dibujar. De hecho, dibujar me daba tanta pereza que, de haber estado colocado, jamás me habría sentado en la mesa. Pero en un viaje de peyote, que tampoco fueron tantos, descubrí que todos los colores tienen su propia personalidad; de repente todo cobró sentido y me di cuenta de que el rojo significaba algo más que “stop”, y que el verde significaba algo más que “bueno”. Tenía veinte años recién cumplidos y, para mí, aquello significó una gran sorpresa, un descubrimiento fabuloso.

DOZE Magazine.Jueves 30 de mayo del 2013. 

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