domingo, 6 de enero de 2013

Entrevista a Quino: “Los chicos fueron mis mejores lectores”


El diario “El País” (España) acaba de realizarle una entrevista al genial Quino, con motivo de la reciente publicación de su libro “¿Quién anda ahí?”,  editado por Lumen en el país ibérico. 
  
Por Raquel Garzon  

Conozco a una señora en mi Mendoza natal que cuando se enojaba con su perro lo trataba de usted”, cuenta al teléfono Joaquín Salvador Lavado, Quino, y reímos ante la originalidad de ese desdén, que le sirve al papá de Mafalda para dibujar un chiste en el aire. Es la tercera conversación telefónica que mantenemos y falta una aún para que acceda a un encuentro cara a cara en su apartamento de Buenos Aires, a pocas calles del Obelisco, donde pasa la mitad del año (“mi mujer Alicia y yo seguimos al invierno: cuando el calor empieza aquí, volvemos a Italia”). 

No resulta sencillo entrevistar al humorista grafico más global  y más querido de Argentina: es casi un tímido profesional. A pesar de haber cumplido 80 años y de ser homenajeado en cada ciudad que pisa por haber creado a esa niñita sabihonda, internacionalmente famosa y políticamente comprometida, que Umberto Eco califico en 1969 como “una heroína iracunda”, las entrevistas le gustan tan poco como que le pidan autógrafos. Pero quiere la suerte que la cronista se llame como la mamá de Mafalda (“le puse Raquel en homenaje a mi dentista de muchos años”, contará luego el autor) y ese detalle sumado a la publicación en España de su nuevo título, ¿Quién anda ahí? (Lumen), justifican la excepción.

En ese libro Quino reflexiona desde el humor sobre los miedos de nuestro tiempo a partir de las últimas páginas que publicó en medios “y de algunos inéditos”. Irónico como siempre, pasa revista con agudeza y sensibilidad a situaciones tan diversas como reveladoras de la topografía contemporánea. Viñetas de muestra sobran: la oración nocturna de una señora —más consumidora compulsiva que creyente— que le ha conseguido a su Cristo un par de cascos conectados al micrófono desde el que reza, para que no pierda palabra de su ristra de peticiones; un terrateniente ante una videowall que vigila con cámaras la productividad de cada rincón de su campo; un detective que duda ante el puñal clavado en el ombligo de la víctima si está ante un caso de body piercing; un matrimonio desavenido porque el “hobby” de él consiste en “imaginar gorditas” o un alto ejecutivo que ve cómo el recambio generacional define que su puesto lo ocupe un crío que aún usa chupete. La selección incluye además una rareza: los escasísimos dibujos en color realizados en la carrera de alguien que, devoto del cine mudo, se ha expresado en blanco y negro.

Sentado frente a su escritorio —un tablero de dibujo rodeado de libros, retratos de sus afectos y una pequeña escultura de su criatura más famosa (“la hizo el mismo artista que realizó la estatua de Mafalda que hoy está en el barrio de San Telmo”)— , Quino nos recibe finalmente una mañana. Es amable, habla lentamente, le gusta reír y no escatima ternura cuando recuerda cómo llegó al dibujo: “Yo heredé el nombre y el oficio de mi tío Joaquín. Ver que de su lápiz salían montañas, árboles, personas… me maravillaba. Todos los chicos dibujan, pero yo seguí. Estudié un poco en Bellas Artes y dos años después cometí el error de creer que a los 15 ya lo sabía todo y abandoné. De eso me arrepiento cada vez que puedo”. 

El título de ¿Quién anda ahí? sale de una página de humor en la cual un hombre habla del miedo: primero a salir de su ciudad, luego de su casa y, finalmente, de sí mismo. ¿Percibe el temor como una clave de esta época?

Sí, la situación de la seguridad se ha puesto muy problemática en la Argentina y el título del libro es una frase común, quizás la primera que pronunciamos cuando estamos en casa, de noche, y escuchamos un ruido que nos preocupa, que introduce cierta idea de peligro. Pero también sirve para uno mismo, para pensar y cuestionarse más allá de un hecho concreto: “Quién es este que soy, que da vueltas y anda”.
  
Entre escritores suele decirse que un autor tiene en verdad pocos temas que reelabora a lo largo de su vida. ¿Se da también entre humoristas gráficos? 

En mi caso sí y esas preocupaciones resurgen en la selección que hicimos para este libro. Vuelvo recurrentemente a algunos temas que me preocupan. La injusticia, la desigualdad social, la vejez… Y temas políticos no coyunturales como la corrupción o el ansia de poder, cosas eternas que ya estaban en la Biblia. Hay otros que no toco por miedo a hacerlo mal. Nunca he dibujado sobre deportes, por ejemplo. Quizás porque no he practicado ninguno y tengo miedo de equivocarme.  

¿Equivocarse cómo? 

Por falta de documentación o de cultura. Me he preocupado siempre por documentarme. Dos grandes del oficio, mi amigo Oscar Conti, Oski, y Hugo Pratt, me inculcaron eso. Antes existía el preconcepto de que los dibujantes de humor podían dibujar sin investigar. Pero cuando yo empecé a publicar en 1954, un lector mandó una carta quejándose de los errores que yo había cometido en un dibujo, uniendo un peinado del siglo XV con un vestido del siglo XVII. Eso tuvo en mí un impacto muy fuerte. ¡Es como hacer a Mozart hablando por teléfono!  

¿Sigue percibiendo errores en lo que dibuja? 

Yo no dibujo ya, por problemas de vista, aunque estoy intentando hacerlo de nuevo. Mi médico me ha dicho que no quedaré ciego sino hasta dentro de 10 años, pero para entonces probablemente no voy a estar por aquí. Considerando lo jóvenes que murieron mis padres, ¡ya soy un milagro de la biología! Pero volviendo a la pregunta, más que errores, soy muy sensible a dibujar cosas innecesarias: nubes de más o elementos que no suman a la idea que uno quiere transmitir. De chico vi mucho cine mudo —Chaplin, Buster Keaton— y aprendí a hacer cosas sin texto. Pero cuando llegué de Mendoza a Buenos Aires y comencé a trabajar en redacciones me dijeron que los lectores querían leer y que no se podía hacer humor mudo. Hay ideas, además, que sin texto son difícilmente expresables. Pero incluso hoy, en los aviones, veo películas sin audio para comprobar si sólo la imagen cuenta el argumento. Un buen filme debería poder pasar esa prueba. Cuando uno ve una película como El puerto, del finés Aki Kauraskami, filmada con mucha economía de medios, comprueba que no hace falta mostrarlo todo para decir con elocuencia.

Volvamos a lo suyo. Sé que su personaje favorito de la tira es Libertad, pero Mafalda es su hija más famosa. ¿Le pesa Mafalda? 

No, me acompaña mucho y en dos años cumplirá medio siglo. Se quedó en el corazón de la gente, probablemente porque habla de temas eternos: las relaciones entre padres e hijos, entre amigos. La suya es una familia como la que muchos chicos tienen. Aunque la clase media ha cambiado mucho. Si la dibujara hoy, probablemente, Mafalda sería hija de una familia ensamblada. Es una problemática que me atrae: hijos de dos papás o dos mamás, ver cómo se crían. La idea me recuerda un poco esa tira en la que otro personaje de la historieta, Miguelito, ve un cartel que dice: “La familia es la base de la sociedad”, y pregunta: “¿La familia de quién? La mía no tiene la culpa de nada”. Pero en cualquier caso, las preferencias del público son misteriosas. Yo jamás la dibujé para chicos y sin embargo fueron los lectores más agradecidos. Pasa también con la música. Muchos compositores no se explican por qué una canción pega y otra no. Si Beethoven se enterara de que Para Elisa es una de las músicas de espera telefónica preferidas, con toda la obra que tuvo, seguramente le llamaría la atención. Todo humorista lo sabe: hay dibujos que uno entrega lleno de vergüenza porque no se le ocurría otra cosa ese día, y sin embargo pegan, se comentan. 

Pero quizá no haya azar en eso sino intuición artística. 

Puede ser. Yo he dibujado páginas que entendí mucho después. Tengo una, por ejemplo, que dibujé durante la última dictadura argentina cuando ya vivía en Italia, de un señor tirado en la calle con gente alrededor, al que un enfermero cubre con una sábana. Espera un ratito, mira el reloj y luego tira de la sábana y el señor no está, y la gente aplaude mucho, como si fuera un mago. Entendí mucho después que era una página sobre los desaparecidos
El humor requiere gran capacidad de observación para leer una sociedad. ¿Cómo somos los argentinos? 

No sabría decir cuáles son las características de los argentinos. Hasta no ir a la escuela primaria, yo no hablaba con chicos de aquí. Soy hijo de andaluces y todos mis amigos eran inmigrantes o hijos de inmigrantes españoles, italianos, libaneses. Me crié más en el Mediterráneo que en la Argentina. De grande, en Italia, me acostumbré a que la gente se siente de una región y sabe de qué región es cada quien. Eso supone mucha información de una persona. En España es igual: no es lo mismo un catalán que un vasco o un gallego. Aquí, en cambio, uno sabe que su abuelo era italiano, pero no de dónde. 

No cree demasiado en la prédica de la globalización, por lo visto. 

No. Un pintor con el que tomé clases, Urruchúa, iba más allá. Hacía que sus alumnos tomaran un cartón y pintaran zonas de colores y de acuerdo con lo que usaban decía: “Usted es hijo de rumanos, de italianos…”. A mí me sugería romper con esos colores oscuros, tipo Goya, que venían de mi origen: marrones, ocres, esa cosa dramática que tiene la pintura española. La recurrencia de la vejez en mi obra tiene que ver con ese dramatismo. Al cumplir 80 años me acordé de una página mía en la cual una pareja de viejitos mira caer las hojas de un árbol y propone: “¿Y si en vez de pensar que estamos en el otoño de la vida, pensamos que estamos en la primavera de la muerte?”.  

Para usted es también una época de cosecha. 

Cuando Borges cumplió 80 le preguntaron qué sentía y contestó “es una temeridad”. A mí me parece lo mismo. Han muerto muchos amigos —la editora Esther Tusquets, Caloi, uno de los grandes dibujantes argentinos… A uno le va pasando que tiene más médicos que concertistas de piano en la agenda.  

Le he escuchado decir que la edad ha cambiado su relación con la música.

Sí, me ha permitido escuchar de otro modo. 

¿Cómo? 

Detenidamente. Ahora sé, por ejemplo, que la Quinta Sinfonía de Beethoven empieza con cuatro compases que parecen un enrejado que cae, pero luego se libera: entran los violines y termina en algo agudo y melodioso, en una explosión de libertad hermosísima. En la Novena eso se pesca enseguida. Pero en la Quinta lo descubrí hace poco. Eso y frases musicales. En Italia, debido a la crisis están haciendo óperas en versión de concierto, casi sin escenografía, sólo los artistas sobre el escenario, y uno descubre muchísimas cosas al no estar distraído por lo visual, al escuchar la obra peladita como la han compuesto. Hay algo social también. De encuentro: cuando escucho música en un teatro, muchas veces he tenido la sensación de querer oír lo que los demás escuchan. Quisiera ser mucha gente al mismo tiempo. 

El País. 5 de enero del 2013.

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