Sangre fácil
Por Juan Sasturain
Las versiones cinematográficas de relatos y personajes provenientes de otros soportes originales –la novela y el cuento, el teatro, incluso la contigua televisión– suelen dar, naturalmente, resultados dispares. Y no es una cuestión de “fidelidad”, sino de excelencia relativa dentro de su propio medio de expresión. Tristana, de Buñuel, es mejor logro artístico, en tanto película, que la novela de Galdós como relato literario; a la inversa, con notables textos originales –La balada del café triste o El amor en los tiempos del cólera– se han hecho penosas transcripciones a la pantalla. Del mismo modo, hay películas excelentes pese a su evidente (alevoso) origen teatral, como Una giornata particolare, y otras transcripciones tan puntuales como insoportables: casi todo el Tennessee Williams filmado en Hollywood, por ejemplo. Series originales como la excelente Misión imposible y la anodina Los Ángeles de Charlie funcionaron en el cine, pero la película del increíble Mr Bean no es buena y Los locos Adams en cine, una mala copia lujosa. Hay múltiples ejemplos de éxitos y fracasos, de subordinación ocasional recíproca, de desencuentro doloroso y de ingeniosa recreación creativa.
Por Juan Sasturain
Las versiones cinematográficas de relatos y personajes provenientes de otros soportes originales –la novela y el cuento, el teatro, incluso la contigua televisión– suelen dar, naturalmente, resultados dispares. Y no es una cuestión de “fidelidad”, sino de excelencia relativa dentro de su propio medio de expresión. Tristana, de Buñuel, es mejor logro artístico, en tanto película, que la novela de Galdós como relato literario; a la inversa, con notables textos originales –La balada del café triste o El amor en los tiempos del cólera– se han hecho penosas transcripciones a la pantalla. Del mismo modo, hay películas excelentes pese a su evidente (alevoso) origen teatral, como Una giornata particolare, y otras transcripciones tan puntuales como insoportables: casi todo el Tennessee Williams filmado en Hollywood, por ejemplo. Series originales como la excelente Misión imposible y la anodina Los Ángeles de Charlie funcionaron en el cine, pero la película del increíble Mr Bean no es buena y Los locos Adams en cine, una mala copia lujosa. Hay múltiples ejemplos de éxitos y fracasos, de subordinación ocasional recíproca, de desencuentro doloroso y de ingeniosa recreación creativa.
En el caso de la adaptación a la pantalla grande de personajes de historieta, las variantes (dificultades, desafíos, riesgos) se multiplican. Cuando se trata de obras de representación / figuración “realista” –me refiero al tipo de dibujo, no al argumento–, como Superman, El Hombre Araña, Flash Gordon, Corto Maltés o Batman, existe tanto la posibilidad de animar las imágenes dibujadas como de encarnarlas en personajes de carne y hueso. Hay buenos y malos ejemplos de ambos casos: no era ni fue fácil recrear la sintaxis maestra del relato de Gibbons-Moore en Whatchmen, pero el dinamismo de Steve Dickto y la melancolía con que impregna Stan Lee la saga del arácnido Peter Parker perviven y se acrecientan en la pantalla grande. Incluso, con los recursos digitales más nuevos, se pueden conseguir efectos tan sutiles y efectivos como los de Sin City, de Frank Miller. El film, en vivo pero a la vez “dibujado”, reproduce los encuadres, los ritmos y los recursos gráficos y de iluminación del dibujante.
Pero el caso es claramente diferente cuando el tipo de trazo de la historieta original no es de pretensión realista. Popeye, Asterix –pese al gran Depardieu haciendo de Obelix– y, viniendo de la tele, Los Picapiedras son otros tantos fracasos estrepitosos en el intento de encarnar con actores personajes caricaturescos de papel y tinta. En cambio, cuando la versión cinematográfica o televisiva se ha contentado con la animación más o menos limitada, respetando / acompañando el ritmo y clima de la historieta –Charlie Brown, la gloriosa Little Lulu o Tintin– el resultado ha sido entre muy bueno y decoroso. Sin embargo, la bienintencionada versión animada de las tiras de Mafalda hecha en Cuba es –pese a o por su literalidad– antes que nada, ineficaz.
Estas divagaciones vienen a cuento ante el estreno de Boogie, el aceitoso, la película de animación basada en el personaje del Negro Fontanarrosa, en general bien recibida por la crítica y el público. A mí, en cambio –y no creo que sea el único– me dejó absolutamente insatisfecho. Trataré de explicar (me) por qué.
No es una cuestión de (falta de) fidelidad, por lo apuntado más arriba: se trata de obras autónomas y de algún modo incomparables, que sin embargo admiten juicios relativos. Así, creo que si la historieta de Fontanarrosa es una obra maestra, la película inspirada en ella es un film más, que se sostiene –apenas– a partir de la equívoca referencia al original adaptado. Es que algo fundamental se ha perdido en el traslado, en el camino de la adaptación: la ironía. Y esa pérdida, seguramente no intencional, ha sido el resultado de cuestiones / elecciones de forma y énfasis.
Cabe en principio recordar que Boogie nació en Hortensia –del mismo modo que Inodoro Pereyra y algún otro personaje menos afortunado– como una parodia, una versión exagerada y grotesca de cierto tipo de mensajes (imágenes y –sobre todo– palabras) estereotipados provenientes de los medios masivos de comunicación: la radio, la televisión, la música popular y el cine de género.
La parodia es prima hermana de la ironía, se alimenta y vive con ella. Pero la ironía no es algo, una marca que esté en alguna parte del texto, sino una relación sutil, un pacto tácito entre emisor y receptor, una complicidad de doble lectura que funciona como embrague y posibilita el buscado humor. El enemigo número uno de la ironía (además de la lisa y llana estupidez) son la literalidad, la hipocresía y las distintas formas de la corrección ideológica / política. Y ya le pasó en su momento al propio Fontanarrosa, con su Boogie de papel, que había medios / países en que no lo aceptaban porque temían que el público no lo entendiera...
Así, si Boogie no es leído / visto como un texto irónico, no se entiende nada. Fontanarrosa utiliza el humor negro llevado hasta el absurdo –del cual es una variante desesperada– como Jonathan Swift, como Topor, como Ambrose Bierce en El club de los parricidas o nuestro Landrú en La familia Cateura. En la historieta, él, Boogie, es violento, misógino y cínico, pero su autor no. Claro que para poder afirmarlo hay que compartir los códigos, algo que desafía habitualmente hoy, por ejemplo, la revista Barcelona. En cambio, tangente en apariencia pero en la vereda opuesta, un personaje como Mike Hammer era fascista porque Mickey Spillane lo era. Así, hay diferencias entre el humor negro y el cinismo macabro. Requieren complicidades diferentes. La primera involucra a autor y al receptor; la segunda, al autor con su personaje.
En el caso de este Boogie de la pantalla grande, el humor y la ironía se han diluido por varias y lamentables razones. Tanto el cambio en el tipo de dibujo que implica la animación “realista” –ir del blanco lineal plano de la historieta al color y el modelado tridimensional de las figuras–, como el paso de las secuencias breves autoconclusivas del original al argumento largo típico de película de cine negro, apartan al producto cinematográfico de la posibilidad de reproducir el “efecto” Fontanarrosa.
La eficacia de la historieta se sostuvo siempre en dos cosas: en primer lugar, el paródico humor verbal repleto de giros de jerga traducida, las memorables frases cínicas del imperturbable mercenario para explicar o desencadenar el gesto de desmesurada violencia que cerraba la secuencia; y después –o antes– el dibujo lineal, extraordinario, hecho de habituales primeros planos –nótese la diferencia en “la puesta” con el Inodoro– que hacían de cada página una especie de story board y de cada cuadro una pantalla de serie televisiva.
Bien: todo eso se ha perdido con el tipo de animación, la puesta en escena y el desarrollo argumental, que han privilegiado elementos que pasaron a ocupar un nefasto primer plano. Uno es el regodeo “realista” en la violencia –inexistente en el original– con su consabida, desagradable efusión de sangre aparatosa; y el otro son los “rellenos” argumentales, con la consabida persecución vertiginosa incluida. Esos materiales, por una cuestión de énfasis, son los que terminan dando el tono y los rasgos más salientes a este Boogie que resulta, demasiado a menudo, mucho menos irónico y humorístico que simplemente desagradable. La sutileza ha desaparecido. Y mucho del espíritu de Fontanarrosa, también.
Página/12. Lunes 2 de noviembre del 2009.
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