Por Enrique Alcatena
Y el despliegue de ingenio y fantasía continuó aparentemente imparable con una plétora de personajes. Adam Strange, una space opera escrita por el veterano Gardner Fox e ilustrada por ese maestro del diseño, la composición y la línea que era Carmine Infantino; Metal Men, de Kanigher y el tándem Ross Andru-Mike Esposito; Metamorpho, de Bob Haney y Ramona Fradon, una de las pocas mujeres que trabajó en este medio fundamentalmente machista... La lista es larga, pero es interesante destacar un título en particular, porque introdujo una inesperada nota discordante, y que revela, de manera inequívoca, que los tiempos estaban cambiando, como cantaba Bob Dylan por aquellos mismos años. El soleado optimismo de fines de los ‘50 estaba poco a poco dando paso a una nueva era de compromiso y transformación: el movimiento por los derechos civiles, la tensión ante la escalada de la Guerra Fría, y la concientización política y social de la juventud eran algunos de sus signos.
El asesinato de Kennedy puso fin a la edad de la inocencia, y el conflicto armado en el sudeste asiático prometía dividir a la nación, pues ya no todos los estadounidenses estaban convencidos de que Dios y la razón estaban de su lado. La contracultura avanzaba, la protesta ganaba los ánimos, los Beatles traían desparpajo y color para contrarrestar los grises nubarrones que se cerraban sobre un mundo expectante. Quizás porque todo eso estaba en el aire, la Doom Patrol no transmitía esa reconfortante complacencia que campeaba en los títulos de DC Comics. Editada por Murray Boltinoff, escrita por Arnold Drake y dibujada por Bruno Premiani (artista de origen italiano, pero que vivió y falleció en nuestro país), la Doom Patrol estaba integrada por fenómenos rechazados por la sociedad, a la que sin embargo se dedicaron a defender de las amenazas más extravagantes y turbadoras.
Muy lejos estaban de conformar el ideal superheroico encarnado en Green Lantern o Flash, y tal vez por eso DC no supo muy bien qué hacer con ellos. A medida que nos adentramos en la década del ‘60, es un tanto patético y risible comprobar cómo la compañía trataba de mantenerse a tono con la “nueva ola” y fallaba consistentemente. Mucho tuvo que ver en esto, paradójicamente, el éxito descomunal que tuvo la serie televisiva de Batman, que benefició a la empresa por un lado, pero por otro, erigió al disparate kitsch como fórmula dominante. El público infantil no se hizo demasiado problema, pero no se tuvo en cuenta a una nueva franja de lectores, aquellos que estaban entrando a la adolescencia pero se resistían a abandonar a los personajes que habían deleitado su niñez. Sentían que no los estaban tomando en serio y optaron por pasarse al bando del que había sido un competidor menor de la DC, pero que amenazaba con disputarle la corona cuando menos se lo esperase.
Marvel Comics empezó muy modestamente; comparada con el emporio de DC, era una compañía de segunda (o tercera, o cuarta) línea, con un futuro más que incierto. Se decía que su dueño, Martin Goodman, no se decidía a cerrarla de una vez por todas porque no quería dejar sin empleo a su editor, un sobrino de su esposa, Stanley Leiber, más conocido por su seudónimo, Stan Lee. Si bien muchos le negarían la calidad de “visionario talentoso” a Schwartz, muchos más aún se lo negarían a Lee, y preferirían calificarlo de “oportunista afortunado”.
Como no podía pagar escritores, el mismo Lee era el guionista del puñado de títulos que publicaba, y que versaban sobre monstruos, alienígenas y vaqueros. Eso sí, Lee contaba con dos dibujantes de excepción, Jack Kirby y Steve Ditko, pero tan idiosincrásicos que sus estilos no se amoldaban a la línea prístina y realista de DC en boga por entonces, y que establecía la norma de lo que se consideraba “buen dibujo”. Pero muy pronto DC sentiría lo mismo que deben haber experimentado en la discográfica británica Decca, aquella que se dio el lujo de rechazar a cierto cuarteto de Liverpool al que no le veía futuro.
Cuenta la leyenda que, ante el éxito de la Justice League, Goodman le sugirió a Lee que creara un grupo de superhéroes. Lee llamó a Kirby, que algo sabía del asunto: al fin y al cabo, había sido el creador del Capitán América, y a la hora de narrar gráficamente una historia de acción, pocos podían comparársele. Así fue que, en noviembre de 1961, apareció el primer número de Fantastic Four, y nada volvería a ser como antes. Es cierto que al principio no era aquella verdadera obra maestra del género en la que se convertiría en pocos años, pero también es innegable que ya se distinguía del resto.
Los cuatro astronautas que a causa de una exposición a los “rayos cósmicos” adquieren extraños poderes no se dedicarían tanto a frustrar robos de banco y perseguir criminales como a explorar lo desconocido, y en el proceso defender a la humanidad de las amenazas más extremas y extraordinarias. No sólo eso: a diferencia de los muchas veces unidimensionales y esquemáticos personajes de DC Comics, los Cuatro Fantásticos no eran de cartón pintado, sino individuos creíbles, con rasgos de personalidad distintivos y complejos, por supuesto, dentro de los parámetros usuales del medio y del género. Kirby aportaba su visceralidad gráfica, su desbordante fuerza expresiva y su pasión incontenible; Lee, el humor, la frescura y cierto entrañable descaro.
La colaboración entre estos dos hombres tan diferentes, pero que tan bien se complementaban, no se detuvo en Fantastic Four, sino que siguió adelante con Hulk, Avengers, Iron Man, Thor (su otra obra magna, junto a Los Cuatro Fantásticos), X-Men, Nick Fury Agent of Shield, y la resurrección de Captain America, como si Marvel tratara de acortar, con la velocidad de una locomotora, la ventaja que le llevaba DC. Y luego, con Steve Ditko (al que Lee admiraba aún más que a Kirby), llegó Spiderman, que marcó un antes y un después en la forma de contar aventuras de superhéroes. Nada de anodino o trillado había en este paladín tan poco convencional, que en la “vida real” era un atribulado adolescente que atravesaba las cuitas propias de su edad y vivía con su tía viuda: los lectores fueron incapaces de hacer otra cosa que empatizar inmediatamente con él.
Cuando se ponía la máscara, las inseguridades quedaban atrás, y el Hombre Araña se revelaba como un verborrágico bromista que no se tomaba demasiado en serio. El talento de Lee para los diálogos chispeantes, el melodrama y la caracterización dotaban a este título de un atractivo inédito, pero era el dibujo de Ditko el que realizaba el sortilegio (como quedó demostrado cuando, luego de su partida de Marvel, tomó la posta el eficaz pero pedestre John Romita). Naturalista y caricaturesco a la vez, bordeando el expresionismo más inquietante, el dibujo de Ditko nada tenía que ver con el sobrio y sofisticado clasicismo de la DC, y de una manera aún más sutil y sui generis que la de Kirby. En muchos sentidos, Ditko era un artista más complejo, con una imaginación más extraña, que la del autor de Los Cuatro Fantásticos.
Y el despliegue de ingenio y fantasía continuó aparentemente imparable con una plétora de personajes. Adam Strange, una space opera escrita por el veterano Gardner Fox e ilustrada por ese maestro del diseño, la composición y la línea que era Carmine Infantino; Metal Men, de Kanigher y el tándem Ross Andru-Mike Esposito; Metamorpho, de Bob Haney y Ramona Fradon, una de las pocas mujeres que trabajó en este medio fundamentalmente machista... La lista es larga, pero es interesante destacar un título en particular, porque introdujo una inesperada nota discordante, y que revela, de manera inequívoca, que los tiempos estaban cambiando, como cantaba Bob Dylan por aquellos mismos años. El soleado optimismo de fines de los ‘50 estaba poco a poco dando paso a una nueva era de compromiso y transformación: el movimiento por los derechos civiles, la tensión ante la escalada de la Guerra Fría, y la concientización política y social de la juventud eran algunos de sus signos.
El asesinato de Kennedy puso fin a la edad de la inocencia, y el conflicto armado en el sudeste asiático prometía dividir a la nación, pues ya no todos los estadounidenses estaban convencidos de que Dios y la razón estaban de su lado. La contracultura avanzaba, la protesta ganaba los ánimos, los Beatles traían desparpajo y color para contrarrestar los grises nubarrones que se cerraban sobre un mundo expectante. Quizás porque todo eso estaba en el aire, la Doom Patrol no transmitía esa reconfortante complacencia que campeaba en los títulos de DC Comics. Editada por Murray Boltinoff, escrita por Arnold Drake y dibujada por Bruno Premiani (artista de origen italiano, pero que vivió y falleció en nuestro país), la Doom Patrol estaba integrada por fenómenos rechazados por la sociedad, a la que sin embargo se dedicaron a defender de las amenazas más extravagantes y turbadoras.
Muy lejos estaban de conformar el ideal superheroico encarnado en Green Lantern o Flash, y tal vez por eso DC no supo muy bien qué hacer con ellos. A medida que nos adentramos en la década del ‘60, es un tanto patético y risible comprobar cómo la compañía trataba de mantenerse a tono con la “nueva ola” y fallaba consistentemente. Mucho tuvo que ver en esto, paradójicamente, el éxito descomunal que tuvo la serie televisiva de Batman, que benefició a la empresa por un lado, pero por otro, erigió al disparate kitsch como fórmula dominante. El público infantil no se hizo demasiado problema, pero no se tuvo en cuenta a una nueva franja de lectores, aquellos que estaban entrando a la adolescencia pero se resistían a abandonar a los personajes que habían deleitado su niñez. Sentían que no los estaban tomando en serio y optaron por pasarse al bando del que había sido un competidor menor de la DC, pero que amenazaba con disputarle la corona cuando menos se lo esperase.
Marvel Comics empezó muy modestamente; comparada con el emporio de DC, era una compañía de segunda (o tercera, o cuarta) línea, con un futuro más que incierto. Se decía que su dueño, Martin Goodman, no se decidía a cerrarla de una vez por todas porque no quería dejar sin empleo a su editor, un sobrino de su esposa, Stanley Leiber, más conocido por su seudónimo, Stan Lee. Si bien muchos le negarían la calidad de “visionario talentoso” a Schwartz, muchos más aún se lo negarían a Lee, y preferirían calificarlo de “oportunista afortunado”.
Como no podía pagar escritores, el mismo Lee era el guionista del puñado de títulos que publicaba, y que versaban sobre monstruos, alienígenas y vaqueros. Eso sí, Lee contaba con dos dibujantes de excepción, Jack Kirby y Steve Ditko, pero tan idiosincrásicos que sus estilos no se amoldaban a la línea prístina y realista de DC en boga por entonces, y que establecía la norma de lo que se consideraba “buen dibujo”. Pero muy pronto DC sentiría lo mismo que deben haber experimentado en la discográfica británica Decca, aquella que se dio el lujo de rechazar a cierto cuarteto de Liverpool al que no le veía futuro.
Cuenta la leyenda que, ante el éxito de la Justice League, Goodman le sugirió a Lee que creara un grupo de superhéroes. Lee llamó a Kirby, que algo sabía del asunto: al fin y al cabo, había sido el creador del Capitán América, y a la hora de narrar gráficamente una historia de acción, pocos podían comparársele. Así fue que, en noviembre de 1961, apareció el primer número de Fantastic Four, y nada volvería a ser como antes. Es cierto que al principio no era aquella verdadera obra maestra del género en la que se convertiría en pocos años, pero también es innegable que ya se distinguía del resto.
Los cuatro astronautas que a causa de una exposición a los “rayos cósmicos” adquieren extraños poderes no se dedicarían tanto a frustrar robos de banco y perseguir criminales como a explorar lo desconocido, y en el proceso defender a la humanidad de las amenazas más extremas y extraordinarias. No sólo eso: a diferencia de los muchas veces unidimensionales y esquemáticos personajes de DC Comics, los Cuatro Fantásticos no eran de cartón pintado, sino individuos creíbles, con rasgos de personalidad distintivos y complejos, por supuesto, dentro de los parámetros usuales del medio y del género. Kirby aportaba su visceralidad gráfica, su desbordante fuerza expresiva y su pasión incontenible; Lee, el humor, la frescura y cierto entrañable descaro.
La colaboración entre estos dos hombres tan diferentes, pero que tan bien se complementaban, no se detuvo en Fantastic Four, sino que siguió adelante con Hulk, Avengers, Iron Man, Thor (su otra obra magna, junto a Los Cuatro Fantásticos), X-Men, Nick Fury Agent of Shield, y la resurrección de Captain America, como si Marvel tratara de acortar, con la velocidad de una locomotora, la ventaja que le llevaba DC. Y luego, con Steve Ditko (al que Lee admiraba aún más que a Kirby), llegó Spiderman, que marcó un antes y un después en la forma de contar aventuras de superhéroes. Nada de anodino o trillado había en este paladín tan poco convencional, que en la “vida real” era un atribulado adolescente que atravesaba las cuitas propias de su edad y vivía con su tía viuda: los lectores fueron incapaces de hacer otra cosa que empatizar inmediatamente con él.
Cuando se ponía la máscara, las inseguridades quedaban atrás, y el Hombre Araña se revelaba como un verborrágico bromista que no se tomaba demasiado en serio. El talento de Lee para los diálogos chispeantes, el melodrama y la caracterización dotaban a este título de un atractivo inédito, pero era el dibujo de Ditko el que realizaba el sortilegio (como quedó demostrado cuando, luego de su partida de Marvel, tomó la posta el eficaz pero pedestre John Romita). Naturalista y caricaturesco a la vez, bordeando el expresionismo más inquietante, el dibujo de Ditko nada tenía que ver con el sobrio y sofisticado clasicismo de la DC, y de una manera aún más sutil y sui generis que la de Kirby. En muchos sentidos, Ditko era un artista más complejo, con una imaginación más extraña, que la del autor de Los Cuatro Fantásticos.
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